“Mientras yo viva, a mis hijos no les va faltar nada. Comida, amor, nada les va faltar.”
Texto: Cecilia Niezen
Luz Marina ya se acostumbró al frío limeño y a la vista que tiene al salir de su pequeña casa. Paradójicamente, vive en una zona llamada Vista Hermosa, ubicada en Pamplona Alta, en San Juan de Miraflores (SJM). Al vivir en la parte más alta de su distrito puede ver, por un lado, el enorme cerro colmado de viviendas, e incluso, un poco más allá, el distrito de Villa María del Triunfo. Por otro lado, y a solo cinco metros de su casa, el enorme muro de concreto que separa el distrito de SJM de Las Casuarinas. Ese enorme muro con púas, conocido como “el muro de la vergüenza”, es una bandera de la desigualdad que flamea por todo lo alto, ante la indignación de muchos e indiferencia de otros.
Su nombre completo es Luz Marina Cokuira Chipana. Pronto cumplirá 41 años. No entiende bien cómo pasó de vivir en la provincia de Huancané, Puno, a Pamplona Alta, San Juan de Miraflores. Tampoco entiende bien cómo cambió el frío y el paisaje puneño, con espacios para chacras y la crianza de animales, por el frío limeño, por la vida en un pequeño cuarto.
“Todo fue muy rápido”, me cuenta. “Ahora tengo dos hijos pequeños y quiero que llegue aquí el agua, la luz. Que esta casita crezca un poco más. Poner piso de cemento porque la tierra nos enferma”.
Tímida, de estatura baja y con una sonrisa que por momentos deja aparecer y la hace brillar como su nombre, Luz Marina esconde tras esa aparente fragilidad la fortaleza de una mujer que cría sola a sus dos hijos, que se levanta a las 4 a.m. para ellos, que deja a la más chiquita –de apenas dos años– en un albergue para llevar a su hijo de ocho años al colegio, que lava ropa (sin importar lo cara que es el agua de la cisterna, y aunque la tierra insista en pegarse a las prendas) para que sus pequeños estén limpios.
Su sustento económico es el trabajo que hace en el poco tiempo libre que tiene. Cuida por horas a niños o realiza el trabajo que salga para llevar dinero a casa. Esos ingresos no superan los S/ 200 mensuales; es decir, menos de la cuarta parte de un sueldo básico. “Mientras yo viva, a mis hijos no les va faltar nada. Comida, amor, nada les va faltar. Su papá se fue y no quiero que mi historia se repita”.
Me hace pasar a su casa y pregunto con cuidado por esa historia. Nos sentamos en su cama y me cuenta que cuando tenía siete años cambió todo. Sus padres le dijeron: “Luz Marina, viene tu madrina de Lima a recogerte. Te va llevar a su casa. Allá es más grande y bonito. Vas a poder estudiar y luego nos vas a ayudar”. Eran los difíciles años ochenta. No había otra opción para ella frente a la decisión familiar. Solo entristecerse, confundirse y aceptar. Así, hablando aimara y a su corta edad, enrumbó en un bus con su “madrina” a la capital.
Pero la oferta fue totalmente diferente. La cruda verdad es que engañaron a sus padres y ella estuvo encerrada casi siete años, sin posibilidad de educarse, con una infancia robada. “Desde que llegué, me enseñaron cosas para que trabaje en la casa. Tenía que hacer todo: limpiar, cocinar, lavar. Trabajaba hasta los domingos en esa casa y no me eduqué”. Luz Marina cuenta que no le pagaron nada y que un par de veces le pegaron. En ese momento nos quedamos en silencio y ella reprime las ganas de llorar.
Vivió con resignación ese encierro, viendo que los niños de la familia donde ella vivía estudiaban y jugaban con sus amigos en el barrio limeño de Los Olivos.
Escapó a los 14 años a una casa en Miraflores, donde trabajó como empleada del hogar, ahora sí con un pago (la mitad del sueldo básico de hoy y con un día de salida). Siente que fue liberador. Tras varios años de trabajo en esa casa y ahorrar algo de dinero, se enamoró y llegó a la zona de San Juan de Miraflores. Tuvo dos niños, pero el padre de ellos se fue. Eso ya no le importa.
Sus hijos corren y juegan entre la casa y el muro. Su perro y su gato juegan también. Ella trata de ordenar un poco su espacio. No para nunca. Los niños entran y le dicen que tienen hambre. Ella les responde que esperen una media hora.
Le pregunto si alguna vez pensó en volver a Puno. Me comenta que no sabe. Luego me dice que no. Que su familia está allá pero sus hijos tienen más oportunidades en Lima. “Yo veo ahora por ellos, ya no por mí. Creo que poco a poco voy a ir saliendo adelante, pero no te voy a negar que hay muchas carencias y es muy dura la vida aquí. En las noches hace mucho frío”.
Antes, cuando salía de su casa de maderas y calaminas, veía el muro y se sentía mal. “Era como si separaran a los delincuentes de los que no lo son. A los pobres de los ricos. Cómo explicarle eso a mis hijos”. Ahora, sin embargo, esa enorme pared no le interesa tanto. No le quita la dignidad. Su lucha está en asegurar su pequeña casa, acceder a agua y saneamiento. Que sus hijos estudien y tengan salud. Esa es la lucha de siete millones de peruanos en pobreza y extrema pobreza. Y ella es parte de ese grupo, de los cuales 1,2 millones, como en su caso, no puede cubrir sus necesidades básicas de alimentación.
Datos:
Aproximadamente 43% de niños peruanos de 6 a 35 meses padece de anemia.
Una persona en condiciones de pobreza en Lima Metropolitana puede pagar hasta 10 veces más por agua que una persona que vive en una zona residencial.
La precariedad en el acceso a servicios básicos genera en los menores, principalmente, enfermedades diarreicas constantes, pues la higiene en el hogar no se realiza con los estándares adecuados, y el agua consumida se va contaminando en el proceso de recolección y almacenamiento de la misma.